Rosauro Martínez Labbé “Matar sin piedad a los miristas”
En 1981, Rosauro Martínez Labbé (31 años) es capitán de la Compañía de Comando N°8 del Regimiento “Llancahue”
Las Termas de Liquiñe y las termas de chihuio, centro de operaciones de militares en exterminio de los miristas
Ocho hombres, extenuados, hambrientos y aislados se encontraban en la montaña a la expectativa de los resultados de los equipos enviados a la ciudad. El cerco militar se extendía y con su accionar entregaba señales de que operaban sobre información certera. Obligados por las enfermedades y el desgaste físico, los miristas deciden estructurarse en dos grupos con la intención de generar condiciones para sacar de la zona a los enfermos y romper el cerco del ejército.
A comienzos de septiembre de 1981 la situación se hace insostenible. Algunos militantes habían sido detenidos y asesinados y otros se replegaban perseguidos por el ejército, que en ese momento coordinaba a todas las fuerzas represivas en la zona, incluida la CNI.
El 19 de septiembre de 1981, José Eugenio Monsalve Sandoval, junto a Patricio Alejandro Calfuquir Henríquez y Próspero del Carmen Guzmán Soto, llegaron a Remeco Alto, a la modesta vivienda de Floridema Jaramillo, madrina de Monsalve Sandoval. Ella los recibió y alimentó, pero no pudo superar el miedo que los militares habían desatado en la población de la zona, y los delató. Los tres miristas, cansados, mal armados y debilitados por el hambre y las enfermedades se quedaron dormidos en su casa. Al anochecer, llegaron los soldados comandados por el capitán Rosauro Martínez.
Para la abogada del caso; Magdalena Garcés no existen dudas de que la operación militar fue de exterminio y no de búsqueda y captura. Dice que “esta fue una operación destinada a eliminar a los militantes del MIR que se hallaban en la zona” y agrega que “cuando se analizan los hechos, queda muy claro que el propósito era asesinarlos”. Agrega: “Es posible que alguno de los militantes haya disparado. Pero la situación de desnutrición, fiebre, agotamiento y mal estado físico de tres personas que estaban descansando, en comparación con una fuerza numérica muy superior, con armamento de guerra en buen estado, no se puede considerar un enfrentamiento”. Hay testigos que señalan -afirma la abogada Magdalena Garcés- que los soldados instalaron una ametralladora punto 30 que hizo fuego sobre la vivienda y que participaron entre 30 y 40 efectivos. El capitán Rosauro Martínez, antes de dar la orden de disparar le dijo a Floridema Jaramillo que le iban a destruir la vivienda, pero que no se preocupara, pues se la iban a devolver.
Patricio Calfuquir Henríquez, obrero electricista de 28 años, originario de Pitrufquén, se encontraba con fiebre alta al momento del ataque a la vivienda. Datos de la autopsia señalan que murió acostado. Próspero del Carmen Guzmán, obrero maderero, 27 años, nacido en Neltume, intentó salir de la vivienda con un pañuelo blanco en sus manos: murió acribillado por 28 balas, según la autopsia. José Monsalve Sandoval, 27 años, obrero forestal originario de Neltume, logró salir de la casa, pero fue herido mientras corría; su arma se le cayó y testigos afirman que fue rematado cuando se refugiaba entre unos matorrales.
La abogada querellante, Magdalena Garcés, señala que “el desafuero es un requisito para poder perseguir penalmente a un parlamentario. Es un trámite previo, o antejuicio, en el que se exhiben sospechas fundadas de su participación. Para el procesamiento se exigen presunciones fundadas, un estándar más alto de pruebas. Nosotros estamos convencidos que tenemos antecedentes suficientes para condenar a Rosauro Martínez. Está establecido que se trata de homicidio, que él participó de los hechos, y hay testigos que lo vieron disparando y dirigiendo al contingente militar en Remeco Alto”. La abogada Garcés agrega que los familiares de las víctimas comienzan a vislumbrar atisbos de justicia pese al dolor que les significa evocar los hechos y anuncia que el paso siguiente será obtener el procesamiento de los militares y carabineros inculpados en otras acciones que concluyeron con la muerte de militantes del MIR en la zona de Neltume.
Un exconscripto (A) tiene una memoria poderosa: guarda detalles que sorprenden a sus dos compañeros, a quienes llamaremos B y C. Sentado a la mesa en la casa de uno de ellos, en Paillaco, recuerda la Casa Hilton, o Rancho Hilton, como llamaron a la base de operaciones que se instaló en la montaña, en Remeco Alto, entre Neltume y Liquiñe. Allí también estaba el río en cuyas frías aguas los obligaban a bañarse en pleno invierno para mantener la moral alta. Justamente ahí estaba apostado un día el ex conscripto A, haciendo guardia con otro soldado, entre las tres y las cuatro de la tarde:
-Lloviznaba, hacia mucho frío, y a la distancia vimos que traían a la rastra a un hombre, atado de las manos o el cuello a un caballo negro. Lo amarraron a un árbol. Venía ya herido, mordido por un perro. Solo me recuerdo su rostro de dolor y la voz de mando con la que le ordenaban al perro pastor alemán que lo atacara.

Portada de El Rebelde alusiva al intento guerrillero de Neltume.
El relato de A coincide con el de otros dos conscriptos que en distintos momentos vieron al campesino que era interrogado mientras era mordido por el perro. Otro soldado lo vio llegar al regimiento en Valdivia. Allí habría muerto. “El perro era de la CNI de Valdivia, le decían Casán”, dice el ex conscripto, quien de inmediato lanza el humor campesino: “Nos reíamos de ese perro: en las patrullas quedaba pataleando en el aire, colgando de las quilas, ya que las cortábamos con el machete más alto que la altura de sus patas”.
Mientras el Ejército torturaba campesinos tratando de conseguir datos para ubicar a los doce miristas que escaparon el 27 de junio, los guerrilleros, divididos en un grupo al mando de Miguel Cabrera y el otro al mando de Patricio Calfuquir, escapaban con un solo objetivo: llegar a los fusiles y la poca comida que guardaban en dos tatús acondicionados durante ese año que llevaban en la montaña.
Las primeras exploraciones del destacamento guerrillero fueron en febrero de 1980, y los primeros campamentos se instalaron en julio de ese año. En agosto llegó un contingente y, finalmente, en octubre se enmontañó Cabrera, el Paine.
Los problemas habían ido en aumento sobre todo por la dificultad para aprovisionarse de alimentos: a medida que se internaban en la cordillera, la comida quedaba más atrás. El estómago de los guerrilleros comenzó a achicarse. También el grosor de sus cuerpos. El gasto de energías para moverse por esas montañas era superior al que habían consumido en el campamento cercano a La Habana donde se entrenaron con calor cubano. Pero ninguna privación vivida por ellos antes pudo darles la idea del frío y el hambre que llegarían a sufrir cuando fueron descubiertos por los militares y en tan solo un segundo perdieron el abrigo, los pertrechos, los mapas y todos los alimentos.
Treinta y dos años más tarde, los ex conscriptos reunidos en Paillaco también hablan de comida al recordar el entrenamiento en la Compañía de Comandos. El primer mes conocieron ellos también un hambre espantosa, además del carácter de cada instructor y su peso específico al pegar con la palma abierta, con la culata del fusil o con el puño. El día que recibieron visita por primera vez los advirtieron: apenas podían tocar la comida que sus madres les habían preparado. Ninguno hizo caso. Los 130 se dieron una bacanal de empanadas, de chancho, de patos y pollos de sus propios gallineros, de calzones rotos, de mote con huesillos, de leches asadas, de torta de milhojas. Cuando sus madres se fueron y volvieron a las barracas, escucharon el grito de los tenientes al mando de Rosauro Martínez. Cuerpo a tierra. Punta y codo. Abdominales. Cien. Fuerzas de brazo. Saltos de rana. Cien. Hasta que cada uno de los conscriptos no hubo vomitado todo lo que había comido, no pararon. Los instructores de Rosauro eran tipos duros, formados como él en las técnicas estadounidenses con que se formaron los soldados que habían ido a perder a Vietman. Y repetían el método.
El ex conscripto A suele soñar con un campesino al que le tocó vigilar mientras lo torturaban:
-Un día nos encontramos a un campesino en el sector norte de Remeco Alto, para el lado del Lago Quilmo. Venía a caballo con un quintal de harina en el lomo. Lo tomamos prisionero con el teniente Claudio Peppi Onetto. Se le ordenó bajar del caballo y cuando se le pidió la identidad, uno de los apellidos concordaba con uno de los que buscaban. Lo llevamos a Remeco, a una zona donde hay galpones. Le pasaron una pala y le ordenaron que empezara a cavar, que si no hablaba y decía donde estaban los otros, ahí mismo lo iban a enterrar. Él no decía nada. No sabía nada. Era un campesino no más. Cavaba y lloraba en silencio. Nos obligaron a darle mantequilla de maní, que venía en las raciones NA del Ejército (insumos estadounidenses), y galletas de agua. Debía comer la mezcla y tragar rápido, y entre su llanto y comer, se le gastaba la saliva y se ahogaba. Al hombrecito al final se lo llevaron y ya no supimos lo que pasó con el




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